domingo, 6 de julio de 2008

Y YO TAMBIÉN ME MARCHO

(manuscrito en una servilleta
de papel hallada en un bolsillo)

y yo también me marcho

y yo también
pero no tengo fe
tú lo sabes y me escupes
un aunque-te-cueste-creerlo

y no es que me cueste
es que no lo intento

como esos globos flojos
desinflados
colgados hace días
para la fiesta
que ya se pasó
o que no tuvo lugar

parece un reproche
el aunque-te-cueste

supongo que no lo es
pero así suena

y sé que no lo es
pero así suena

las cosas no son como se dicen
las cosas son como se oyen

(en un primer momento
y en su segunda vuelta)

y sé que no es así
segunda vuelta
pero así suena
en un primer momento

ya ves
no queda aire en mis pulmones
me arrugo ante la vida
me desvanezco

ay qué pena

muy propio

cierto

Axios © Axel de la Hoz

jueves, 19 de junio de 2008

SIN SALIDA


Ahora
la muchacha halla la máscara del infinito
y rompe el muro de la poesía.

Salvación, Alejandra Pizarnik





La isla permanece
no hay salida

habrán de pasar eones
para que desaparezca
convertida en península
o en montaña submarina

amasada por el tiempo
con manos de marea
y dedos de oleaje



antes se habrán extinguido
las especies que la pueblan

nuevas formas de vida
la habrán cubierto
de contingencias nuevas

también ellas
se habrán ido



aparentemente
no quedará ni un recuerdo
de los hombres

ni el más vago
en forma de mujer
difuminada

ni habrá arqueólogos
buscándola
cuando todo parezca
a punto de acabarse



entonces será
cuando todo siga
igual que siempre
aguardando
otro cataclismo
sin salida


Axios © Axel de la Hoz

domingo, 15 de junio de 2008

FACA EN EL CORAZÓN




Premonición de gatos
en la boca del infierno

Hay sitios aguardando desde siglos
el paso emocionado de unos pasos
forasteros y tranvías funiculares
funambulistas de vehículos

Ensueño de miradores sobre el Tajo
humedades vespertinas
morboso amanecer y gatos
indolentes
ecos de fado
y ojos negros
negros negros

Dímelo en este muelle

Cuándo entregarás
al corazón
el ácido sabor
de un puñal amigo






Axios © Axel de la Hoz

sábado, 22 de marzo de 2008

“SINNOMBRE”

-cuento infantil dedicado-


A ti, ya sabes.

Había una vez un pueblo que descendía hasta el mar desde lo alto de un monte. En él, un castillo vigilaba la llegada de posibles enemigos desde el mar. En el pueblo había un perro sin amo. Recorría las calles recogiendo obsequios de aquí y allí y esquivando los palos que de allá o acá podían llegarle. Frecuentaba la playa en los días soleados de invierno. Caminaba entre las barcas de los pescadores, colocadas boca abajo, y se alejaba hacia las zonas solitarias de la extensa lengua de arena que abrazaba el mar.
Nadie sabía qué movía al perro Sinnombre a esas exploraciones costeras que siempre realizaba en los días adecuados. Sabemos, sin embargo, o estamos a punto de saber, lo que sucedió la última vez que tuvo tal comportamiento.
Cuando se encontraba lejos del pueblo, tan lejos que la montaña que le servía de base no era más que un montón de azul sobre la arena, allá en el horizonte, Sinnombre se acercó a una botella vieja. El oleaje de la pleamar la empujaba una y otra vez fuera del agua. La botella era negra, sin marca alguna en su superficie. Estaba tapada con un corcho precintado. Sinnombre agarró la botella con la delicadeza de quien conoce la fragilidad del vidrio y se alejó internándose en el pinar cercano. Se echó a la sombra dejando la botella en el suelo junto a él y se refrescó jadeando mientras contemplaba con aparente desinterés su entorno. Cuando se encontró descansado, alargó una pata a la botella e intentó abrirla con los dientes. Rompió a mordiscos el precinto y, tras dura y tenaz lucha, el corcho cedió y la botella quedó abierta.
De su interior surgió un genio que llevaba siglos encerrado y estaba muy enfadado. Había jurado dar muerte al que le sacara de su encierro, a falta de poder matar al que le encerró y arrojó al mar; eso sí, le compensaría previamente con la concesión de un único deseo.
Al ver al perro, el genio se quedó mudo. Estudió la posibilidad de que ese animal pudiera formular un deseo que él pudiera comprender, requisito indispensable para concedérselo. Sinnombre miraba asustado al genio desde la distancia a la que el primer sobresalto de verle salir le había hecho retirarse. Entonces el genio puso una sonrisa malévola dejando ver entre sus labios un brillante diente de oro. Había decidido conceder el don de hablar al perro. Así podría conocer su deseo, concedérselo y matarle después.
Le explicó al perro la situación y aguardó su respuesta ansiosamente.
Flaco favor me haces— dijo Sinnombre—, yo no necesitaba la voz para hacerme comprender por los que yo quería que me entendieran.
No pretendo hacerte un favor con darte la palabra— contestó el genio— sino satisfacer mis ansias de venganza.
—Y ¿te vas a vengar en mí que te he dado la libertad?¿Es ese tu concepto de justicia?
—Sí, porque si lo hubieras sabido, jamás me habrías dejado salir. Es más, si pudieras, volverías a encerrarme como hizo aquél maldito. Cualquiera de tus dos potenciales crímenes te condena, como puedes comprender.
Tras pensar un rato en silencio, Sinnombre pidió al genio que le permitiera tener aspecto humano y que no le matase hasta el día siguiente. Deseaba recorrer su pueblo vestido como un hombre y hablando con las personas que le habían tratado bien.
—Tú lo que quieres es perderme de vista y huir.
—No, podrás acompañarme dentro de la botella. Sin precinto, podrás salir en cualquier momento y evitar que escape a tu venganza. Podemos incluso poner una muesca lateral en el tapón para que veas lo que sucede Pero dame algún tiempo para materializar mi deseo de hablar con mis benefactores.
—No serán más de diez horas. No necesitas un día completo. Pero te lo concederé, porque prefiero matar a algo que parezca un hombre y no un vulgar chucho callejero— respondió el malhumorado genio.
Convertido en hombre de ojos tristes y mirada de perro, con la botella bajo el brazo y el genio dentro de ella, Sinnombre caminó hacia el pueblo por la playa. Cuando estaba llegando, se desvió hacia el interior, hasta una carretera que salía del pueblo y en la que había una vidriería. En la puerta, un letrero decía «SE BUSCA AYUDANTE». Entró en ella y saludó al vidriero. El artesano estaba trabajando con una bola de vidrio que cuando empezaba a solidificarse volvía meter en el horno. El perro introdujo la boca de la botella en la bola de cristal fundido sin mediar palabra. Se oyó un grito apagado.
— Pero bueno... ¿Y qué ha sido ese ruido?— preguntó el vidriero, que no daba crédito a sus ojos y deseaba estrangular a aquel saboteador de su trabajo.
—Posiblemente haya sido el corcho al quemarse, estaba húmedo...
Y explicó al vidriero que la botella contenía un veneno muy fuerte capaz de matar a un hombre sólo con abrirla (lo que en realidad no era mentira) y que no deseaba que éste hiciera mal a nadie. Por eso había querido dejarla definitivamente tapada, de modo que nadie pudiera envenenarse accidentalmente. Le compensaría del estropicio trabajando gratis ese día para él y, si era de su agrado, se quedaría a sueldo para ayudarle.
El vidriero se calmó con la explicación del perro humano, que hablaba de un modo sincero y parecía mejor persona que alguna gente del pueblo. Le inspiraba confianza, como si le conociera de antes, y aceptó la oferta.
Así se libró el astuto perro del mal genio y se puso a trabajar con el vidriero. Se alojó en una casa abandonada que conocía bien de la anterior etapa de su vida. Dijo a todos llamarse Antón Cano y proceder de un lejanísimo pueblo llamado Las Zorreras. Continuó siendo apreciado en el pueblo y conservó, como nuevos, los amigos que antes había tenido.


Axios © Axel de la Hoz

miércoles, 12 de diciembre de 2007

CANCIÓN DE JULIA

Tu no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable.
Palabras para Julia, José Agustín Goytisolo


Salió arrastrando las ruedas de su maleta hasta la puerta. No había nadie. Sólo el taxi la esperaba. El director del centro había filtrado a la prensa que Julia saldría al día siguiente. Eran las frías cinco de la tarde. Se detuvo un momento y respiró hondo. Sintió el impulso de echar una mirada atrás y recordó a la mujer de Lot convertida en estatua de sal. No mirar atrás. Avanzó con decisión hacia el taxi, del que ya estaba bajando el conductor.

Todos sus movimientos, pensamientos y palabras habían sido mecánicos hasta que se encontró llegando a Ciudad Real. Atrás —y al frente— quedaban 10 años de infierno matrimonial, prolongados por dos años de psicólogos, tribunales, procuradores y abogados en turno de oficio, una condena recurrida, un recurso perdido y un centro penitenciario. Seguía resistiéndose a volver la vista atrás. Era difícil controlar los sentimientos entrando en la ciudad.

Quería irse, pero estaba regresando. La acusación particular había usado con habilidad unas cartas que ella envió a su concuñada. Le contaba la situación con su característica visión catastrofista y unas frases desmedidas que la culpabilizaban a la vista de los hechos posteriores.

Pagó el taxi en una bocacalle de la escandinava Plaza del Ayuntamiento. Allí vivía Marisa, muy cerca de donde Julia había sobrevivido. Logró vivir a costa de la muerte del marido y de un ataque de nervios. Su escaso mobiliario y el resto de sus cosas se amontonaban en la nave del novio de Marisa, en la carretera a Manzanares. Era la única amiga que le quedaba a Julia. Una relación no muy estrecha, pero suficiente. Tomaron café. No había nadie más en la casa. Una suerte. Marisa le enseñó a Julia la única foto suya que había salido en prensa. Estaba horrible, con unos pelos alborotados por el viento y unas ojeras de insomnio que la hacían parecer una bruja.

—Cosas de mi suegra —sonrió apenas—. Mejor así. No habrá quien me conozca…


Le contó sus planes por encima. Avisaron a un taxi. Acabaron una segunda taza de café, que se había quedado frío. Quedaron en que Antonio, el novio de Marisa, le mandaría sus cosas en una mudanza cuando les diera su dirección. Se despidieron. Otro taxi esperándola en la misma bocacalle. A la estación. A dejar un rato la maleta. Comprar un móvil para abandonar su existencia troglodita y un libro para no pensar durante el viaje. Y pillar el primer AVE a Madrid. El programa de visitas era corto. La Virgen del Prado no recibió una oración agradecida. Así estaba previsto.


Llegó a Atocha. Era tarde. Cogió el metro y se bajó en Gran Vía, cinco estaciones más allá. Buscó un hostal con la maleta tras ella como un perrito. Buscó poco, pero parecía haber tenido suerte. No estaba mal el sitio. Prefería la independencia del hostal a una pensión en la que habría más convivencia de la que deseaba. No se podía cerrar al mundo, pero tenía que hacer las cosas poco a poco.

Bajó a la calle y engulló una hamburguesa repugnante en el burguer de la esquina de Gran Vía. Se prometió que nunca más y regresó a su habitación. No se podía quejar. Su caso había suscitado simpatía en numerosas instancias. Solidaridad en algunas de ellas. Aunque así no hubiera sido, tampoco se podría quejar. Hacía poco que había aprendido a no quejarse nunca. No le faltaban ofertas de trabajo. Ahora había que dormir bien para empezar el día con energía. Todo estaba por hacer.

La semana transcurrió entre la inseguridad y los nervios de las entrevistas y la búsqueda de un apartamento. Había momentos en los que se sentía derrumbar. Sin embargo, había que seguir para adelante. Según pasaban los días, veía que tenía posibilidades, pero las dudas sobre la opción laboral a elegir la agobiaban. No le habían puesto pegas en ningún sitio, o eso le parecía. Demasiadas facilidades. No había un pensamiento que le produjera más repulsa que el de “pobre mujer”. Era consciente de que le estaban regalando un puesto de trabajo y eso le hacía sentirse incómoda. Se dijo que no podía permitirse ese lujo. Habría que demostrar que valía para ello, pero siempre la mirarían de un modo raro. No le importaba. Tampoco eso. No podía importarle.

Encontró un apartamento que no estaba mal en la zona alta de Princesa. Algo viejo. Bien de precio. Los problemas para presentar una nómina antes de hacer el contrato la exasperaron, pero consiguió convencer a los caseros, unos chicos jóvenes, a base de paciencia. Al fin vio sus muebles y sus cajas en el piso. La cama estaba atravesada en medio del dormitorio. No tuvo ganas de alinearla con las paredes. Se dejó caer. La invadía una felicidad desconocida y familiar a un tiempo. Pensó en lo contradictorio de la injusticia del indulto para arreglar lo injusto de su condena. Habían sido 10 años de malos tratos y un acto de defensa. Podía estar muerta. Pero se sentía cada día más viva. Se tapó con el edredón sobre el colchón. Ya ordenaría todo. En cuanto dejó de recordar, la venció el sueño. La mujer que había dejado de ser seguía recordando su propio pasado. Pero ella no debía hacerlo.

Pasó un día entero ordenando cosas, sin pensar en nada. El piso estaba casi perfecto, todo en orden. Había llegado el momento de recapitular. Estaba decidida. Desechó la oferta del gabinete jurídico; demasiados atropellos y demasiada impotencia ante ellos. Desechó también las ofertas de varias ONG’s; su trabajo sería demasiado de oficina. Quería tener contacto con la gente. Lo del ayuntamiento estaba algo mejor, más en su línea, pero al final se había decidido por algo más motivador: las casas de acogida de la Comunidad. También tenía su lado burocrático, pero no le iba a faltar el contacto real con otras mujeres desorientadas y asustadas como ella lo había estado. Había conocido a algunas posibles compañeras de trabajo. El ambiente le pareció fenomenal, un gran equipo. Luego habría sus más y sus menos, pero le gustó. Y, sobre todo, pensó que la mejor manera de desasirse del pasado era diluyéndolo en un mar de casos semejantes, en una problemática que dejaría de ser suya para adquirir el carácter de lo que realmente era; una lacra social inconcebible en el amanecer el siglo XXI.

Habían pasado los días de un modo anodino, con poca actividad y algo de cine. Era su primer día de trabajo. Se levantó a las cinco y media. No podía dormir más. La excitación había hecho presa en su sueño y se había desvelado antes de tiempo. Todo en orden en la casa. Olía a felicidad moderada. Desayunó sin prisa tras una ducha en la que había dejado correr el agua más de lo necesario. Salió a la calle y la mañana besó su cara con un aire fresco y renovado. Sonrió al día que aún dormía la madrugada. La mujer nueva que era ahora se lanzaba a la aventura de fabricar nuevos recuerdos.

Axios © Axel de la Hoz

lunes, 19 de noviembre de 2007

SUELDO Y LIBERTAD

(A Noam Chomsky, desde Mario Benedetti)




Aquella esperanza que cabía en un dedal.

Mientras yo miraba al mundo. Mientras la gente caminaba con prisa por Corrientes, pensando que iban a alguna parte.

(Mi angustia surgía cuando se me pasaba por la cabeza la idea de formar parte de ese mundo de afanes imperfectos. Pero ahí no, desde lo alto del colectivo veía como ellos pasaban allá abajo; quedaban atrás y yo pasaba, con mi esperanza diminuta).

Aquel ir y venir del sueño.

Ajetreo que me mantenía despierto hasta cansarme y hacerme caer rendido en una cama que yo llamaba nuestra y ella llamaba suya. Su sentido de la realidad siempre fue más acertado. Tal vez, solo hasta aquel día. O sería entonces cuando estuvo atinada de veras. Aquel día viernes del dolor intenso: el suyo, el que ella me pasó tras años de silencio. Y así quedé, yendo, viniendo, yendo y volviendo a venir del sueño. Con una ropa cada día más vieja, incapaz ya de cubrir las vergüenzas, las angustias, la desnudez del alma. Con esta cara petrificada de tahúr que no va a ninguna parte.

Aquel horóscopo de un larguísimo viaje.

Ella creía en esas cosas. Pero se cansó de esperar el despegue de aquel vuelo infinitamente demorado. Nos dicen lo mismo a todos, que aguardemos, que ya verás, dale, hay que luchar, tomá un poco de opio. Y si no te abombás por las buenas, recién te dan el opio...

En fin, todo sea para seguir en tierra, anclado al afán diario y con la esperanza atada con un piolín, colgando del escritorio, como ahorcada. Se necesita un horóscopo, alguna mentira piadosa, quién sabe si algún día dará la casualidad de que suceda algo. Se necesita algo maravilloso, una película al final de la oscura y larga sala, una salida en el túnel, una fiesta, un largo viaje, algo en lo que confiar sin esperanza.

Aquella confianza desde no sé cuando.

Maldita confianza. Lo dije porque sí. Sonaba bien. Recién lo dije, pensé que no debía. Pero no sé si..., sí que lo sé. Yo quería que las cosas fueran de ese modo. Y traté de confiar, confié como un ciego. Como un loco. Porque en ese momento –cuando empezás a confiar, piantao perdido- es cuando nos quedamos indefensos, inermes frente al mundo, con las armas entregadas al amistoso confidente, sin material de oficina que podamos llamar nuestro. Todo pasa a ser del patrón al que mantenemos en la cumbre para que, desde lo alto, nos arroje las migas que sobraron.

Aquel juramento hasta no sé dónde.

Porque se sabe o se cree que se jura para siempre, que el mundo recién se nos cristalizó en una heladera. Pero nunca se puede saber hasta dónde.

A veces alguien decide por vos hasta qué punto del mapa del universo se extendía el juramento aquel que hiciste o que te hicieron. Aquello suele quedar tan lejos que ni recordás cómo llegaste allá. No hubo camino para vos. Vos que sos yo y que sabés, sin duda —porque sé— que no hay mundo más allá de mis pasos fatigados sin objeto.

Ese alguien que yo hubiera podido ser

Ese alguien que tu vieja estaba empeñada en que fueses algún día. Ese alguien que no soy ni seré nunca. Porque sé —¡qué bien lo sabés!— que no sos nadie.

con otro ritmo y alguna lotería.

Para decirlo de una vez por todas, sin conciencia, sin escrúpulo, con un ritmo que me dejara hablar de imponderables cada vez que me encontrara pisoteando a algún desgraciado como yo —no el que sería, sino el que soy—, con un ritmo que me permitiera hablar de daños colaterales sin que ello me impidiese morfar con gusto. Y alguna lotería, porque hacen falta también golpes de suerte; el ritmo importa pero es necesario tomar impulso en el primer envite. Siempre hace falta un punto de apoyo para mover el mundo.

En fin, para decirlo de una vez por todas,

La vida es un todo y si te vas a entristecer pensando que no tuviste suerte en la oficina, si te empezás a lamentar por pavadas, acabarás viendo como tu mujer se termina abanicando, te quedás solo y empezás a monologar con vos mismo, como ahora estoy haciendo. Para decirlo de una vez por todas.

aquella esperanza que cabía en un dedal,

Se me está ahogando entre estas paredes malolientes, impregnadas cada día con distintos perfumes: de pino y alerce, de rosas con espinas y de lima-limón (hasta que don Simón dijo que eso de mezclar especies era práctica prohibida por la Sagrada Biblia). Perfumes que se van acumulando, haciendo un amasijo con la mugre de la semana pasada, con la roña del mes anterior, y que se me incrustan en el alma, en este merengue de mi vida.

evidentemente, no cabe en este sobre

Porque en este sobre se me termina de ahogar toda esperanza. Cierto. Cuando pienso que tengo que empezar un nuevo mes. Cuando veo su exiguo contenido. Cuando recuerdo lo que tendría que darle a ella para engañarla haciéndole pensar que era feliz. Cuando mis habilidades de contable me gritan como un escupitajo delator que con esto no tengo para salir del agujero. Cuando miro dentro y me encuentro.

con sucios papeles de tantas manos sucias

Con mi vida de un golpe, como si fuera el último latido de mi pecho. Como cuando miro los números premiados en el periódico del café. Me parece que lo tengo y luego nada. Cuando miro al muro y distingo las formas de las lamentaciones.

que me pagan, es lógico, en cada veintinueve,

Y me recuerdan ese frío treinta de julio en que ella se cansó de mi fatiga. Ese día en que también ella comenzó a gritar ¡Gangrena! sin sentido y yo me esforcé en recordar. Había leído algo en alguna parte. Todo el mundo terminaba gritando gangrena en algún sitio. Parecía ser una oficina. No hubo modo. Nunca pude acordarme pero yo lo había leído. Ella desapareció con el mes. La llamé a casa pero no estaba. Y parte de mí se murió en esta oficina. Cuando regresé a casa sabía que se habría llevado sus cosas. Casi acierto. Pero no. Allá estaba el piano, testigo mudo de lo desafinado de mis pasos.

por tener los libros rubricados al día

Por eso y por más cosas. Por no tener kinotos. Aunque sepa que nadie puede oírme. Aunque sepa que nadie puede leer, que no hay nadie mirando al otro lado. Que ya estoy solo para siempre. Por eso y por más cosas que no nombro.

y dejar que, simplemente, transcurra la vida.

Por temor.



Axios© Axel de la Hoz