miércoles, 12 de diciembre de 2007

CANCIÓN DE JULIA

Tu no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable.
Palabras para Julia, José Agustín Goytisolo


Salió arrastrando las ruedas de su maleta hasta la puerta. No había nadie. Sólo el taxi la esperaba. El director del centro había filtrado a la prensa que Julia saldría al día siguiente. Eran las frías cinco de la tarde. Se detuvo un momento y respiró hondo. Sintió el impulso de echar una mirada atrás y recordó a la mujer de Lot convertida en estatua de sal. No mirar atrás. Avanzó con decisión hacia el taxi, del que ya estaba bajando el conductor.

Todos sus movimientos, pensamientos y palabras habían sido mecánicos hasta que se encontró llegando a Ciudad Real. Atrás —y al frente— quedaban 10 años de infierno matrimonial, prolongados por dos años de psicólogos, tribunales, procuradores y abogados en turno de oficio, una condena recurrida, un recurso perdido y un centro penitenciario. Seguía resistiéndose a volver la vista atrás. Era difícil controlar los sentimientos entrando en la ciudad.

Quería irse, pero estaba regresando. La acusación particular había usado con habilidad unas cartas que ella envió a su concuñada. Le contaba la situación con su característica visión catastrofista y unas frases desmedidas que la culpabilizaban a la vista de los hechos posteriores.

Pagó el taxi en una bocacalle de la escandinava Plaza del Ayuntamiento. Allí vivía Marisa, muy cerca de donde Julia había sobrevivido. Logró vivir a costa de la muerte del marido y de un ataque de nervios. Su escaso mobiliario y el resto de sus cosas se amontonaban en la nave del novio de Marisa, en la carretera a Manzanares. Era la única amiga que le quedaba a Julia. Una relación no muy estrecha, pero suficiente. Tomaron café. No había nadie más en la casa. Una suerte. Marisa le enseñó a Julia la única foto suya que había salido en prensa. Estaba horrible, con unos pelos alborotados por el viento y unas ojeras de insomnio que la hacían parecer una bruja.

—Cosas de mi suegra —sonrió apenas—. Mejor así. No habrá quien me conozca…


Le contó sus planes por encima. Avisaron a un taxi. Acabaron una segunda taza de café, que se había quedado frío. Quedaron en que Antonio, el novio de Marisa, le mandaría sus cosas en una mudanza cuando les diera su dirección. Se despidieron. Otro taxi esperándola en la misma bocacalle. A la estación. A dejar un rato la maleta. Comprar un móvil para abandonar su existencia troglodita y un libro para no pensar durante el viaje. Y pillar el primer AVE a Madrid. El programa de visitas era corto. La Virgen del Prado no recibió una oración agradecida. Así estaba previsto.


Llegó a Atocha. Era tarde. Cogió el metro y se bajó en Gran Vía, cinco estaciones más allá. Buscó un hostal con la maleta tras ella como un perrito. Buscó poco, pero parecía haber tenido suerte. No estaba mal el sitio. Prefería la independencia del hostal a una pensión en la que habría más convivencia de la que deseaba. No se podía cerrar al mundo, pero tenía que hacer las cosas poco a poco.

Bajó a la calle y engulló una hamburguesa repugnante en el burguer de la esquina de Gran Vía. Se prometió que nunca más y regresó a su habitación. No se podía quejar. Su caso había suscitado simpatía en numerosas instancias. Solidaridad en algunas de ellas. Aunque así no hubiera sido, tampoco se podría quejar. Hacía poco que había aprendido a no quejarse nunca. No le faltaban ofertas de trabajo. Ahora había que dormir bien para empezar el día con energía. Todo estaba por hacer.

La semana transcurrió entre la inseguridad y los nervios de las entrevistas y la búsqueda de un apartamento. Había momentos en los que se sentía derrumbar. Sin embargo, había que seguir para adelante. Según pasaban los días, veía que tenía posibilidades, pero las dudas sobre la opción laboral a elegir la agobiaban. No le habían puesto pegas en ningún sitio, o eso le parecía. Demasiadas facilidades. No había un pensamiento que le produjera más repulsa que el de “pobre mujer”. Era consciente de que le estaban regalando un puesto de trabajo y eso le hacía sentirse incómoda. Se dijo que no podía permitirse ese lujo. Habría que demostrar que valía para ello, pero siempre la mirarían de un modo raro. No le importaba. Tampoco eso. No podía importarle.

Encontró un apartamento que no estaba mal en la zona alta de Princesa. Algo viejo. Bien de precio. Los problemas para presentar una nómina antes de hacer el contrato la exasperaron, pero consiguió convencer a los caseros, unos chicos jóvenes, a base de paciencia. Al fin vio sus muebles y sus cajas en el piso. La cama estaba atravesada en medio del dormitorio. No tuvo ganas de alinearla con las paredes. Se dejó caer. La invadía una felicidad desconocida y familiar a un tiempo. Pensó en lo contradictorio de la injusticia del indulto para arreglar lo injusto de su condena. Habían sido 10 años de malos tratos y un acto de defensa. Podía estar muerta. Pero se sentía cada día más viva. Se tapó con el edredón sobre el colchón. Ya ordenaría todo. En cuanto dejó de recordar, la venció el sueño. La mujer que había dejado de ser seguía recordando su propio pasado. Pero ella no debía hacerlo.

Pasó un día entero ordenando cosas, sin pensar en nada. El piso estaba casi perfecto, todo en orden. Había llegado el momento de recapitular. Estaba decidida. Desechó la oferta del gabinete jurídico; demasiados atropellos y demasiada impotencia ante ellos. Desechó también las ofertas de varias ONG’s; su trabajo sería demasiado de oficina. Quería tener contacto con la gente. Lo del ayuntamiento estaba algo mejor, más en su línea, pero al final se había decidido por algo más motivador: las casas de acogida de la Comunidad. También tenía su lado burocrático, pero no le iba a faltar el contacto real con otras mujeres desorientadas y asustadas como ella lo había estado. Había conocido a algunas posibles compañeras de trabajo. El ambiente le pareció fenomenal, un gran equipo. Luego habría sus más y sus menos, pero le gustó. Y, sobre todo, pensó que la mejor manera de desasirse del pasado era diluyéndolo en un mar de casos semejantes, en una problemática que dejaría de ser suya para adquirir el carácter de lo que realmente era; una lacra social inconcebible en el amanecer el siglo XXI.

Habían pasado los días de un modo anodino, con poca actividad y algo de cine. Era su primer día de trabajo. Se levantó a las cinco y media. No podía dormir más. La excitación había hecho presa en su sueño y se había desvelado antes de tiempo. Todo en orden en la casa. Olía a felicidad moderada. Desayunó sin prisa tras una ducha en la que había dejado correr el agua más de lo necesario. Salió a la calle y la mañana besó su cara con un aire fresco y renovado. Sonrió al día que aún dormía la madrugada. La mujer nueva que era ahora se lanzaba a la aventura de fabricar nuevos recuerdos.

Axios © Axel de la Hoz

lunes, 19 de noviembre de 2007

SUELDO Y LIBERTAD

(A Noam Chomsky, desde Mario Benedetti)




Aquella esperanza que cabía en un dedal.

Mientras yo miraba al mundo. Mientras la gente caminaba con prisa por Corrientes, pensando que iban a alguna parte.

(Mi angustia surgía cuando se me pasaba por la cabeza la idea de formar parte de ese mundo de afanes imperfectos. Pero ahí no, desde lo alto del colectivo veía como ellos pasaban allá abajo; quedaban atrás y yo pasaba, con mi esperanza diminuta).

Aquel ir y venir del sueño.

Ajetreo que me mantenía despierto hasta cansarme y hacerme caer rendido en una cama que yo llamaba nuestra y ella llamaba suya. Su sentido de la realidad siempre fue más acertado. Tal vez, solo hasta aquel día. O sería entonces cuando estuvo atinada de veras. Aquel día viernes del dolor intenso: el suyo, el que ella me pasó tras años de silencio. Y así quedé, yendo, viniendo, yendo y volviendo a venir del sueño. Con una ropa cada día más vieja, incapaz ya de cubrir las vergüenzas, las angustias, la desnudez del alma. Con esta cara petrificada de tahúr que no va a ninguna parte.

Aquel horóscopo de un larguísimo viaje.

Ella creía en esas cosas. Pero se cansó de esperar el despegue de aquel vuelo infinitamente demorado. Nos dicen lo mismo a todos, que aguardemos, que ya verás, dale, hay que luchar, tomá un poco de opio. Y si no te abombás por las buenas, recién te dan el opio...

En fin, todo sea para seguir en tierra, anclado al afán diario y con la esperanza atada con un piolín, colgando del escritorio, como ahorcada. Se necesita un horóscopo, alguna mentira piadosa, quién sabe si algún día dará la casualidad de que suceda algo. Se necesita algo maravilloso, una película al final de la oscura y larga sala, una salida en el túnel, una fiesta, un largo viaje, algo en lo que confiar sin esperanza.

Aquella confianza desde no sé cuando.

Maldita confianza. Lo dije porque sí. Sonaba bien. Recién lo dije, pensé que no debía. Pero no sé si..., sí que lo sé. Yo quería que las cosas fueran de ese modo. Y traté de confiar, confié como un ciego. Como un loco. Porque en ese momento –cuando empezás a confiar, piantao perdido- es cuando nos quedamos indefensos, inermes frente al mundo, con las armas entregadas al amistoso confidente, sin material de oficina que podamos llamar nuestro. Todo pasa a ser del patrón al que mantenemos en la cumbre para que, desde lo alto, nos arroje las migas que sobraron.

Aquel juramento hasta no sé dónde.

Porque se sabe o se cree que se jura para siempre, que el mundo recién se nos cristalizó en una heladera. Pero nunca se puede saber hasta dónde.

A veces alguien decide por vos hasta qué punto del mapa del universo se extendía el juramento aquel que hiciste o que te hicieron. Aquello suele quedar tan lejos que ni recordás cómo llegaste allá. No hubo camino para vos. Vos que sos yo y que sabés, sin duda —porque sé— que no hay mundo más allá de mis pasos fatigados sin objeto.

Ese alguien que yo hubiera podido ser

Ese alguien que tu vieja estaba empeñada en que fueses algún día. Ese alguien que no soy ni seré nunca. Porque sé —¡qué bien lo sabés!— que no sos nadie.

con otro ritmo y alguna lotería.

Para decirlo de una vez por todas, sin conciencia, sin escrúpulo, con un ritmo que me dejara hablar de imponderables cada vez que me encontrara pisoteando a algún desgraciado como yo —no el que sería, sino el que soy—, con un ritmo que me permitiera hablar de daños colaterales sin que ello me impidiese morfar con gusto. Y alguna lotería, porque hacen falta también golpes de suerte; el ritmo importa pero es necesario tomar impulso en el primer envite. Siempre hace falta un punto de apoyo para mover el mundo.

En fin, para decirlo de una vez por todas,

La vida es un todo y si te vas a entristecer pensando que no tuviste suerte en la oficina, si te empezás a lamentar por pavadas, acabarás viendo como tu mujer se termina abanicando, te quedás solo y empezás a monologar con vos mismo, como ahora estoy haciendo. Para decirlo de una vez por todas.

aquella esperanza que cabía en un dedal,

Se me está ahogando entre estas paredes malolientes, impregnadas cada día con distintos perfumes: de pino y alerce, de rosas con espinas y de lima-limón (hasta que don Simón dijo que eso de mezclar especies era práctica prohibida por la Sagrada Biblia). Perfumes que se van acumulando, haciendo un amasijo con la mugre de la semana pasada, con la roña del mes anterior, y que se me incrustan en el alma, en este merengue de mi vida.

evidentemente, no cabe en este sobre

Porque en este sobre se me termina de ahogar toda esperanza. Cierto. Cuando pienso que tengo que empezar un nuevo mes. Cuando veo su exiguo contenido. Cuando recuerdo lo que tendría que darle a ella para engañarla haciéndole pensar que era feliz. Cuando mis habilidades de contable me gritan como un escupitajo delator que con esto no tengo para salir del agujero. Cuando miro dentro y me encuentro.

con sucios papeles de tantas manos sucias

Con mi vida de un golpe, como si fuera el último latido de mi pecho. Como cuando miro los números premiados en el periódico del café. Me parece que lo tengo y luego nada. Cuando miro al muro y distingo las formas de las lamentaciones.

que me pagan, es lógico, en cada veintinueve,

Y me recuerdan ese frío treinta de julio en que ella se cansó de mi fatiga. Ese día en que también ella comenzó a gritar ¡Gangrena! sin sentido y yo me esforcé en recordar. Había leído algo en alguna parte. Todo el mundo terminaba gritando gangrena en algún sitio. Parecía ser una oficina. No hubo modo. Nunca pude acordarme pero yo lo había leído. Ella desapareció con el mes. La llamé a casa pero no estaba. Y parte de mí se murió en esta oficina. Cuando regresé a casa sabía que se habría llevado sus cosas. Casi acierto. Pero no. Allá estaba el piano, testigo mudo de lo desafinado de mis pasos.

por tener los libros rubricados al día

Por eso y por más cosas. Por no tener kinotos. Aunque sepa que nadie puede oírme. Aunque sepa que nadie puede leer, que no hay nadie mirando al otro lado. Que ya estoy solo para siempre. Por eso y por más cosas que no nombro.

y dejar que, simplemente, transcurra la vida.

Por temor.



Axios© Axel de la Hoz

NO, FUE, UN ACCIDENTE

—Le puede pasar a cualquiera.
—Sí, pero siempre te pasa a ti. SIEMPRE.
—¡Eso es un absoluto!— protestó Carmen— Ha sido un accidente. ¿Entiendes? Un accidente, algo que, por definición, no es normal que pase, algo que sucede de higos a brevas.
—Pero es que no paras de tener accidentes, acuérdate: te echaste el puré hirviendo en la mano cuando trasteabas con la batidora, se te vino encima la estantería del trastero, le hiciste un bollo al coche nuevo desde el faro a la luz de marcha atrás, se te cayó encima ¡encima! la escalera cuando buscabas las mantas en el altillo del armario, y para colmo nosotros solo usamos el edredón...
—Eran para mi madre...
—¡Si hasta te quemaste con el microondas, que ya hay que tener valor!
—Perdona pero eso es lo más normal del mundo. Así dicho no lo parece, pero el agua estaba hirviendo y con lo que me quemé fue con el vapor, no con el microondas.
—Claro y cuando casi te electrocutas con el secador de pelo, qué?
—Eso le puede pasar a cualquiera, el cable estaba pelado y en un cuarto de baño...
—A cualquiera— la interrumpió— que tenga el cable del secador pelado. Solo a ti se te ocurre...
—Si lo hubieras arreglado, no habría pasado.
—Si tú lo hubieras dicho, lo habría arreglado: comprando uno nuevo que es lo hice porque no se puede cambiar el cable, los han hecho de modo que queden inservibles cuando caen en manos de una manazas como tú.
—¡Cualquiera se atreve a decírtelo! Si te digo que se me ha chamuscado el cable del secador con la estufa de butano, me hubieras puesto a caldo. Me acabas de llamar manazas!
—¿De modo que fue eso? Por fin nos enteramos de porqué estaba el cable pelado. Y se puede saber qué diablos hacías secándote el pelo encima de la estufa de butano?
—Pues eso, secarme el pelo y tener frío. Como no me dejas que ponga el calentador eléctrico en el cuarto de baño, me llevé la estufa.
—No te dejo porque sé que entonces te pondrías a chapotear en la bañera hasta conseguir electrocutarte de verdad. Así por lo menos solo provocaste un cortocircuito y te cargaste el ordenador.
—O sea, que piensas que lo hago adrede.
—No. Creo que es algo innato: esa extraña habilidad que tienes para atraer la mala suerte.
—La única mala suerte que he tenido ha sido dar contigo.
—Claro por eso te quedaste embarazada “accidentalemente”— dijo, pronunciando el adverbio con saña, arrastrando las sílabas— para que nos tuviéramos que casar, no? Y perdiste al niño también por accidente, verdad?

Ahí terminó la discusión. Dos lágrimas acudieron a los ojos de Carmen que miraba a Carlos con incredulidad mientras se esforzaba en que ninguna de esas lágrimas salieran rodando por sus mejillas. Él también se había quedado callado, en el fondo pensaba que se había pasado, que había sido innecesariamente cruel. Ella dio media vuelta y se alejó por el pasillo camino de un cuarto de baño que se había convertido últimamente en su lugar de meditación. Se miró en el espejo con la cara desencajada por la angustia y se gustó menos que nunca.

—Vamos progresando— se dijo—. Adecuadamente.

Los últimos meses, desde que tuvo el aborto, se habían convertido en un infierno. Su depresión no solo no parecía mejorar sino que había perdido la esperanza de que Carlos la volviera a acompañar.

—A algunas sesiones, por lo menos— le había dicho su psicólogo—. Es importante porque creo que tu deterioro personal también ha deteriorado la relación con tu pareja y no podemos tratar únicamente a una de las partes. Bueno, claro que podemos, pero nos costará más y tal vez los resultados sean un poco distintos, pero tú estarás bien en todo caso.

—No hay más que ver lo bien que estoy— pensó mientras se volvía a mirar en el espejo—, me veo envejecida, como si en el último año hubieran pasado cinco de golpe, como si el tiempo se hubiera vuelto loco y fuera más rápido de lo que soy capaz de correr. Y encima estoy pensando literariamente, como si estuviera escribiendo el drama de mi vida. Vaya mierda!

Carlos la acompañó finalmente un par de veces. Sin embargo, había estado a la defensiva, ironizando con frecuencia y eludiendo las preguntas de Enrique. De hecho, parece que el propio Enrique había perdido interés en contar con Carlos.

—Hoy tampoco ha podido venir Carlos, no?
—No, tenía un montón de exámenes para corregir.
—Y tú como llevas los tuyos?
—Bueno, los míos por lo visto son más fáciles de corregir. Los de letras tienen más posibilidades de meter rollo y no hay que leerlos con tanta atención.
—Bueno, tampoco parece que vayamos a conseguir mucho más si viene.
—¿Pasa algo?— preguntó ella alarmada.
—No, no te preocupes.

Los días continuaron destilando el veneno de esas discusiones que, en opinión de su madre, carecían de importancia.

—Todo el mundo discute, es normal que los matrimonios discutan, lo importante es que no dejéis de quereros. Cuando acabe el curso os deberíais marchar de vacaciones, ya veréis como estáis más relajados y quién sabe, a lo mejor para el curso que viene, tienen que ponerles una sustituta a tus alumnos.
—Mamá, ya vale...
—Hija, tampoco pongas esa cara, que es normal que una quiera ser abuela. Una vez ha salido mal, pero esas cosas pasan. Mi madre, ya sabes cuántos tuvo...
—Sí, ya lo sé, no necesito que me lo recuerdes, me gustaría no pasar por ello.
—Ahora es distinto, la medicina hace milagros. Ya ves, Charito no podía, no se sabe si por ella o por el marido, pues tan feliz con sus gemelos. Eso sí, la pasta que les ha debido costar lo sabrán ellos...
—Mamá, ya vale...

Se pasaba dando mil vueltas a escenas pasadas, conversaciones recientes y planes venideros. Las clases eran así un alivio y sus incidencias diarias le resultaban sin punto de comparación más soportables que el resto de su vida; en realidad sería más exacto decir que le resultaban soportables, sin más.

Aquel último día —ni ella supo nunca por qué— mandó a Carlos a buscar unos apuntes al trastero.

—Deben estar arriba del todo y no creo que yo alcance...

En realidad no los necesitaba para nada. Quería estar sola una rato. El tiempo suficiente para salir a la terraza y mirar al infinito, tan cercano. El tiempo necesario para dejar volar su imaginación un rato. Y sus pies. Y el resto de su cuerpo detrás de ellos.

—Él... Fue él... Me empujó...— recordó haber dicho antes de volver a perder el conocimiento.

El toldo de la tienda de ropa de bebé que había justo debajo había amortiguado la caída. Esa misma mañana ella le había puesto una denuncia por maltrato.

—Tenía que pasar tarde o temprano...
—Por qué le puso usted precisamente la denuncia el mismo día del accidente?
—Protesto, señoría!
—Se admite la protesta. El jurado no deberá tener en cuenta el matiz que ha empleado el abogado de la defensa. No hay, que sepamos, ninguna relación de causa-efecto material o psicológica. No obstante, la declarante puede contestar a la pregunta que creo recordar que era... que por qué le puso usted la denuncia el día del accidente.
—Algún día tenía que hacerlo. Tal vez no la hubiera puesto nunca si lo dejo para el día siguiente. La puse porque tenía miedo. Supongo que no la puse antes por lo mismo, porque tenía miedo. Y, no, fue, un accidente.— concluyó, remarcando los monosílabos.


Axios© Axel de la Hoz

miércoles, 27 de junio de 2007

CUESTIÓN DE INSISTIR



A lalalá lalalá,
26 motivos y uno más.



Quince gritos que suplican,
una tierra que palpita,
la sonrisa de un recuerdo,
la mentira de un te quiero,una niña que pregunta,unos cuerpos que se juntan.Aleluya.
Aleluya nº 1, Luis Eduardo Aute*




* Canción cantada por Massiel antes de convertirse, apenas envuelta en papel de Courrèges, que pagó ella misma, en la Rosa (Roja y en el Mar) de España. Sucedió en el Royal Albert Hall (Londres, RU) el 6 de abril de 1968 a las 23:35 horas CET. Esto nada tiene que ver con nuestra historia pero parece justificar la dedicatoria. Como suele pasar, nada más lejos de la realidad.

(allegro ma non troppo)
Un reloj con treinta horas.

—¿Pero vas a follar conmigo o no?
—¡Joder! siempre estás con lo mismo a vueltas— le contesta levantándose del sofá-cama y escapando hacia la ventana; apenas un momento para contraatacar— ¿Acaso eres de la gente que le va tirando los tejos a media humanidad como de broma a ver si alguien se lo toma en serio?
—Igual sí, igual no. Pero vale, aceptamos “media” como tipo de preservativo.
—Te pones a la defensiva.
—No, si puede que sea verdad. O sea, que todo es cuestión de insistir...
...
El cartel de no funciona.

Otra conversación, mismo escenario.
—Y cuando se empieza con esos rollos, mal asunto.
—Por eso fue mejor dejarlo. Me llegué a sentir muy mal. Menudo imbécil está hecho.
—Claro, solo hay dos opciones o vives como dices pensar o piensas como decides vivir.
Javier está sentado en la cama, con las piernas cruzadas, no ha escuchado y continúa hablando de Manuel, echando fuera toda la carga que arrastra.

Una piedra en el vacío.

La conversación del otro día que quedó a medias, como todas.
—Hay que joderse con la piedrecita.
—A mí no me hables, que nunca quieres follar conmigo.
—Yo no he dicho eso nunca. Fíjate, hasta estamos sentados en una cama...
—Sí, pero con compañía, así no vale. Entonces... ¿sí follarías conmigo?
Los otros dos se parten de risa.
—Nunca te he dicho que no ni que sí, sino todo lo contrario.
—Ya, eso es lo malo, que te haces el loco y... mmm, con ese cuerpazo que tienes...
—Pues ya sabes: todo es cuestión de insistir.
...
Otra piedra en el sentido.

Finalmente, otro día, un día cualquiera cuya fecha se sabrá en su momento. Al fin y al cabo, ¿a quién le importa la posición exacta de la Tierra en ese día en su trayectoria alrededor del sol?
Cuando separaron sus pieles sudorosas, Javier notó algo duro en la parte baja de su espalda. No en el culo, sino un poco más arriba. Tanteó y sus dedos cogieron el objeto metálico. Era el anillo de Manuel. Lo había dado por perdido.
—Valiente imbécil— pensó.
Es una forma frecuente de resolver problemas de conciencia; consiste en desvalorar y hasta denostar a la contraparte. Funciona. Solo es cuestión de práctica: todo es cuestión de insistir.
Y eso era lo que Javier llevaba días haciendo. Una y otra vez se repetía “valiente imbécil” o cosas parecidas cada vez que Manuel acudía a su memoria.

Una lluvia en el alma.

Parecía mirar al techo. Tenía el anillo en su mano, sin saber qué hacer con él; sin pensar qué hacer con él.
La estridencia de los pitidos que anuncian un mensaje le hicieron aterrizar de nuevo en la calle Pelayo, de la que físicamente no se había movido. Según estaba tumbado en la cama, tomó el móvil con la mano izquierda (sus dedos de la mano derecha continuaban jugueteando mecánicamente con el anillo), pulsó una tecla y leyó el mensaje:
He vist tu coche n la plaza d Vazqez Mella. Tnia la trasera prdida d polvo. Fiel reflejo d su dueño?
Remitente:
Manuel
+34623210125
Enviado:
27 Septiembre 2002
19:39:04

Un incendio en las entrañas.

Arrojó el anillo lejos de él y se puso a borrar el mensaje con rabia. Luego, en la agenda, borró por fin el registro de Manuel. Sabía que el tiempo se encargaría de hacerle olvidar el número. También sabía que no le enviaría más mensajes. Cerró los ojos un momento antes de levantarse y vestirse. Sin embargo, transcurrió un buen rato antes de que se moviera; los pensamientos iban y venían, se sentía incómodo. Cuando se decidió al fin, dio un salto y comenzó a recoger la ropa del suelo.
—¿Ya hay que irse? Me he quedado sopa.
—Sí, he tenido un mensaje de Estefanía, le tengo que llevar unos CD’s. Quédate si quieres. Yo volveré para la cena.
Javier era un mal mentiroso y la frase que acababa de decir no podía ser más forzada. La tensión se notaba en sus movimientos mientras se vestía sentado en la cama.
—No, me voy. Ya sabes que quería ir al cine. Por cierto, te tienes que comprar otra cama.
—¿Nos vemos mañana entonces? Es que no sé si quedar con Ángel.
—Te doy un toque si eso.

Aleluya.

Recogió el anillo del suelo, no llevaba ningún CD encima. Se despidieron en la acera con un beso fugaz y Javier se fue a lavar el coche mientras pensaba frases inconexas.
—La realidad supera a la ficción... un anillo para atraerlos a todos y atarlos... no duele... Mordor donde se extienden las sombras... cualquier parecido con la realidad es... mierda, joder, mierda.
Luego pensó cómo a veces las palabras que cada uno usa condicionan y definen lo que eres.
—Joder, mierda, joder.
O viceversa, gente.
Y viceversa. Cuestión de insistir.

Axios © Axel de la Hoz

jueves, 3 de mayo de 2007

LA GUADAÑA A MEDIANOCHE

No mires la clepsidra con alas membranosas,ni la dura guadaña de las alegorías.
Federico García Lorca, Oda a Salvador Dalí.


Creo que la gente no debería pasar de los treinta y pico o cuarenta años. Pero no es que lo diga yo; hasta los Evangelios confirman que es esa la edad idónea para morir un hombre. Así las cosas, hace tiempo que yo debía haber agotado el agua de mi clepsidra.

Me casé justo al terminar la mili. Tuve tres hijos casi seguidos y me pasé la vida trabajando y echando horas extras para sacarles adelante. A los cuarenta años aquel corazón no podía más y quiso parar de golpe. Fue un dolor intenso. No me acuerdo bien ya, afortunadamente. Han cambiado los tiempos y a uno le mantienen vivo de forma artificial. Yo debí morirme aquel 12 de junio de 1977. Pero estoy vivo, o eso dicen.

Era mecánico de coches; pocas cosas había leído yo en mi vida. Ni siquiera los resultados de los partidos en la Hoja del Lunes; había mucho trabajo y necesidad de dineros o eso era lo que pensábamos. Recuerdo poco de esos años y creo que es por las marranerías que me meten en el cuerpo. Cuando me dio el infarto, las interminables horas en el clínico me hicieron aficionar a la lectura. Leía cualquier cosa que me llevaran. Descubrí a los poetas andaluces y la filosofía oriental, narradores de más allá del mar y versificadores de acería.

Me operaron tres veces. Pensé que no saldría vivo del clínico y de alguna manera, mi predicción se hizo realidad. Sé que mi cabeza no estaba muy bien en esos días, de modo que no sé lo que dije. Algunas barbaridades, imagino. Finalmente, se me clavó en el pecho la noche del 19 de agosto de 1936. Yo nací unos días después de esa fecha. Todo cuadraba.

Tal vez sea mucha más de la que pensamos la gente que cree en la reencarnación. Pero a ninguno, que yo sepa, le trataron como a mí. Fui apartado de mi familia, de lo que había sido hasta entonces mi vida, o sea, el trabajo del taller; me encerraron en un recinto extraño con una gente que no cesaba de dar gritos y babear como posesos. Sufrí mucho. Llegué a la conclusión de que me había vuelto loco.

Al cabo de los años, en vista de que mi encarcelamiento iba para largo, me puse a estudiar Filología Hispánica; costó mucho, algunos médicos eran hostilmente contrarios. Costó que me dejaran estudiar y me costó aprender cosas. A veces el sueño que me producían las pastillas me impedían asimilar lo que leía. Pero iba tirando, han sido años en los que dejé de ser mecánico de coches para hacerme poco a poco aprendiz de filólogo.

No lo he dicho, sé que no lo he dicho. Pero podéis imaginarlo fácilmente. Mis hijos se cansaron de venir a verme; hace poco me dijeron que ella tenía un amigo en Víznar. ¡Hay que joderse! ¡en Víznar! ¡Precisamente en Víznar!
Ellos se reían cuando les decía que yo era Federico. Parecían idiotas, si yo hubiera trabajado con los coches como ellos lo hacen con las personas, ninguno de mis clientes habría sobrevivido.

Lo he dicho antes, no es motivo. Que uno crea en la reencarnación no es motivo para que le encierren en un manicomio. Ahora vivo en un adosado. Nos dijeron que como estábamos bien ya, podíamos irnos, pero que teníamos que vivir juntos. Yo qué sé. Me sonó todo muy falso. Si estoy bien, me pregunto a santo de qué tanta medicina.

Ya les dije hace tiempo que había dejado de creer en la reencarnación. Yo no les creo ni ellos a mí. Revisan mis papeles, creen que no me doy cuenta de que me registran. Les tiendo trampas y caen como criaturas de pecho. Son criaturas de pecho, sobre todo, Samirinha, la brasileña, y ¡vaya pechos! por cierto. Son buena gente, pero vienen aquí a ganarse el sueldo a costa de cuatro tarados como nosotros. No se les puede pedir demasiado.

Yo no soy como estos, pero les cuesta reconocerlo. Si a uno le tratan como tarado, tarado acaba siendo. No creo en la reencarnación; antes sí y les daba risa que les hablara de los libros de Lorca como si fueran míos. Me costó entenderlo. Me costó muchos años.

Pero ahora estoy tranquilo. No soy la prolongación equivocada de un espíritu. Ahora sé que mi nombre no es Federico, pero también sé que ese hecho es irrelevante. Tampoco Lorca pudo llevar mi nombre. Pero yo soy uno de estos. Soy uno de tantos Lorcas que han nacido en el mundo y seguirán naciendo. Nací en Granada, pero eso carece casi de importancia, pese a ser una de las mejores cosas que pueden hacerse sin esfuerzo. No obstante, tal vez nací en un momento equivocado, en una familia errónea y con una visión deformada de la Vega, que es tanto como decir de la existencia.

Tampoco se puede decir que Federico tuviera tanta suerte. Es una faena malsana que te arranquen la vida de cuajo en la noche del barranco de Víznar, que se te quede dormido todo el mundo en Víznar, junto a tus pies helados en la mitad insomne de la nada tibia que precede a los exámenes. Pero de algún modo hay que morir y es una suerte morir joven, no como yo, cansado.

Yo soy un Lorca sin fama, sin amigos, sin familia que llore mi ausencia, y mucho menos mi muerte; hace tiempo que un juez les permitió cobrar la herencia. Sin amor, sin barrancos que me inmortalicen. ¿De qué me va a servir cumplir sesenta y siete agostos este año? Por eso es mejor morir joven, cuando aún se tienen ganas de vivir, que hacerlo esta noche, cuando unos carceleros como los que me encontrarán hoy de madrugada, te hayan quitado la ilusión de seguir viviendo y la sensación de pánico al vacío que está a punto de abrirse ante tus ojos.

O, tal vez, esto no sea más que otra deformación amenazante, propia de mi estado.


Axios © Axel de la Hoz

martes, 17 de abril de 2007

ÚLTIMA SESIÓN



Cuando Juan Carlos apareció con sus padres, a Erik le cambió la cara; estaba preocupado buscando a su amigo por todas partes con la mirada y al fin llegó.
—¡Vaya coincidencia! —exclamó Juan Carlos.
—¿Coincidencia?¿No recibiste mi mensaje?— preguntó Erik mientras los padres se saludaban.
—¿Un mensaje?
—Te envié un mensaje al celular desde la computadora de mi madre; es una página que dicen que no falla, la de mensajegratis punto com, ya sabés...
—No, no recibí nada— contestó Juan Carlos haciendo el ademán de mostrar a Erik su viejo modelo de celular.
—Pues sí que fue suerte que viniéramos a esta.
Agarraron las latas de gaseosa que les entregó el padre de Erik y siguieron a los adultos que, lata de cerveza en mano, se alejaban del bar del circo.
—Menuda suerte, che.


+++

Armand llevaba una temporada obsesionado con la idea de tener un accidente. Cuando salía a la pista, se olvidaba de todo y hacía su trabajo, pero el resto del día, todos y cada uno de los días, sufría con la idea de que la próxima vez se le vendría la carpa encima. “Hoy es el día”, le repetía una voz en su cabeza de un modo insistente.
—Y ahora queridos niñoooss... damas y caballeros, el más atrevido y audaz de los trapecistas que con sus arriesgados y peligrosísimos ejercicios sin red les hará pasar los próximos minutos en un continuo sobresalto: ¡¡EL GRAN ARMAND!!
Ese era el momento en que Armand se olvidaba de sus angustias, salía con forzado entusiasmo a la pista y subía como una bala por la escalera de cuerda hasta el trapecio. Realizaba su número de un modo mecánico, aprendido a base de repeticiones.
En uno de sus equilibrios, mil veces ensayados, la silla que apoyaba en el trapecio resbaló, sintió que se caía y trató de amarrarse a algún sitio, pero los elementos del trapecio rechazaron a sus manos y desde ese momento, todo fue descenso. Seguramente ocurrió en segundos, pero a él le parecía que no iba a llegar nunca al suelo. Cuando estaba a punto de estrellarse, recordó las palabras escritas en su cabeza —hoy es el día— e impactó sobre el centro de la pista.

+++

Se incorporó empapado en sudor; sus brazos, extendidos ligeramente hacia atrás, le temblaban y apenas podían sostener un cuerpo en el que sentía cómo todos sus pelos estaban erizados de estremecimiento.

—¡Mierda! —gritó —¡Un millón de mierdas! No puedo vivir así. Es absurdo que me pase la vida preocupado por algo que tal vez no suceda nunca.
Todo había sido un sueño provocado por su obsesión enfermiza. Efectivamente no iba a seguir así: pensó que tenía que cambiarse la mirada. Le gustó la frase. No significaba nada realmente, no era una frase lógica, pero para él estaba llena de significado. Encendió un cigarrillo de la cajetilla que conservaba como inservible reliquia tras su decisión de dejar de fumar hacía dos años. Aprovechó para levantarse antes de lo habitual y para poner en práctica su lucha contra lo que denominó “pensamientos estúpidos”.
La jornada transcurrió con normalidad, aunque estuvo especialmente activo; formaba parte de la terapia. No volvió a fumar en todo el día. Después de comer, invitó a Luis, su mejor amigo, a un mate en la autocaravana. Cuando salían, escucharon los pitidos del celular de Armand.
—Tenés un mensaje ¿No lo mirás? —preguntó Luis.
—No, ahora no, tiene poca batería y prefiero que se descargue del todo. Además, no será urgente. Y si lo es, esta noche mayor urgencia habrá —rió.
Las funciones se sucedieron con una monotonía calculada, incluidas las dos inevitables discusiones entre la domadora de caniches y su marido justo antes de salir sonrientes y felices a la pista.
Cuando todo quedó en orden, Armand y Luis salieron con Sergei a dar una vuelta por la ciudad en fiestas y tomar alguna copa. Sin duda, la resolución de Armand estaba dando resultado. Se sentía libre y con unas renovadas ganas de disfrutar de la vida.
—Lo que tenemos que hacer es encontrar unas buenas minas en esta ciudad ya que vamos a estar tantos días y dejarnos de pavadas de cerveza.
La vuelta al circo, con algo de alcohol en el cuerpo, fue aún más animada que la salida y se despidieron entre bromas y risas. Una vez en su caravana, Armand agarró el celular, que estaba apagado, lo puso a cargar y lo conectó. Cierto, tenía un mensaje, ya se había olvidado de él. Lo leyó:
“Hoy es el día, última sesión. Visite nuestra web y descubra un nuevo mundo en www.mensajegratis.com
Lo volvió a leer. Lo leyó varias veces, sin ser capaz de dar crédito a lo que leía; por suerte, no lo leyó antes de la función; por suerte, todo debía ser un maldito error. Se echó en la cama a medio desnudar y se quedó dormido. Al despertar, no recordó haber soñado nada.

+++

Erik no volvió a usar la web de mensajería gratuita: pensó que era otra estafa.

—Chorros!



Axios © Axel de la Hoz