martes, 17 de abril de 2007

ÚLTIMA SESIÓN



Cuando Juan Carlos apareció con sus padres, a Erik le cambió la cara; estaba preocupado buscando a su amigo por todas partes con la mirada y al fin llegó.
—¡Vaya coincidencia! —exclamó Juan Carlos.
—¿Coincidencia?¿No recibiste mi mensaje?— preguntó Erik mientras los padres se saludaban.
—¿Un mensaje?
—Te envié un mensaje al celular desde la computadora de mi madre; es una página que dicen que no falla, la de mensajegratis punto com, ya sabés...
—No, no recibí nada— contestó Juan Carlos haciendo el ademán de mostrar a Erik su viejo modelo de celular.
—Pues sí que fue suerte que viniéramos a esta.
Agarraron las latas de gaseosa que les entregó el padre de Erik y siguieron a los adultos que, lata de cerveza en mano, se alejaban del bar del circo.
—Menuda suerte, che.


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Armand llevaba una temporada obsesionado con la idea de tener un accidente. Cuando salía a la pista, se olvidaba de todo y hacía su trabajo, pero el resto del día, todos y cada uno de los días, sufría con la idea de que la próxima vez se le vendría la carpa encima. “Hoy es el día”, le repetía una voz en su cabeza de un modo insistente.
—Y ahora queridos niñoooss... damas y caballeros, el más atrevido y audaz de los trapecistas que con sus arriesgados y peligrosísimos ejercicios sin red les hará pasar los próximos minutos en un continuo sobresalto: ¡¡EL GRAN ARMAND!!
Ese era el momento en que Armand se olvidaba de sus angustias, salía con forzado entusiasmo a la pista y subía como una bala por la escalera de cuerda hasta el trapecio. Realizaba su número de un modo mecánico, aprendido a base de repeticiones.
En uno de sus equilibrios, mil veces ensayados, la silla que apoyaba en el trapecio resbaló, sintió que se caía y trató de amarrarse a algún sitio, pero los elementos del trapecio rechazaron a sus manos y desde ese momento, todo fue descenso. Seguramente ocurrió en segundos, pero a él le parecía que no iba a llegar nunca al suelo. Cuando estaba a punto de estrellarse, recordó las palabras escritas en su cabeza —hoy es el día— e impactó sobre el centro de la pista.

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Se incorporó empapado en sudor; sus brazos, extendidos ligeramente hacia atrás, le temblaban y apenas podían sostener un cuerpo en el que sentía cómo todos sus pelos estaban erizados de estremecimiento.

—¡Mierda! —gritó —¡Un millón de mierdas! No puedo vivir así. Es absurdo que me pase la vida preocupado por algo que tal vez no suceda nunca.
Todo había sido un sueño provocado por su obsesión enfermiza. Efectivamente no iba a seguir así: pensó que tenía que cambiarse la mirada. Le gustó la frase. No significaba nada realmente, no era una frase lógica, pero para él estaba llena de significado. Encendió un cigarrillo de la cajetilla que conservaba como inservible reliquia tras su decisión de dejar de fumar hacía dos años. Aprovechó para levantarse antes de lo habitual y para poner en práctica su lucha contra lo que denominó “pensamientos estúpidos”.
La jornada transcurrió con normalidad, aunque estuvo especialmente activo; formaba parte de la terapia. No volvió a fumar en todo el día. Después de comer, invitó a Luis, su mejor amigo, a un mate en la autocaravana. Cuando salían, escucharon los pitidos del celular de Armand.
—Tenés un mensaje ¿No lo mirás? —preguntó Luis.
—No, ahora no, tiene poca batería y prefiero que se descargue del todo. Además, no será urgente. Y si lo es, esta noche mayor urgencia habrá —rió.
Las funciones se sucedieron con una monotonía calculada, incluidas las dos inevitables discusiones entre la domadora de caniches y su marido justo antes de salir sonrientes y felices a la pista.
Cuando todo quedó en orden, Armand y Luis salieron con Sergei a dar una vuelta por la ciudad en fiestas y tomar alguna copa. Sin duda, la resolución de Armand estaba dando resultado. Se sentía libre y con unas renovadas ganas de disfrutar de la vida.
—Lo que tenemos que hacer es encontrar unas buenas minas en esta ciudad ya que vamos a estar tantos días y dejarnos de pavadas de cerveza.
La vuelta al circo, con algo de alcohol en el cuerpo, fue aún más animada que la salida y se despidieron entre bromas y risas. Una vez en su caravana, Armand agarró el celular, que estaba apagado, lo puso a cargar y lo conectó. Cierto, tenía un mensaje, ya se había olvidado de él. Lo leyó:
“Hoy es el día, última sesión. Visite nuestra web y descubra un nuevo mundo en www.mensajegratis.com
Lo volvió a leer. Lo leyó varias veces, sin ser capaz de dar crédito a lo que leía; por suerte, no lo leyó antes de la función; por suerte, todo debía ser un maldito error. Se echó en la cama a medio desnudar y se quedó dormido. Al despertar, no recordó haber soñado nada.

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Erik no volvió a usar la web de mensajería gratuita: pensó que era otra estafa.

—Chorros!



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