jueves, 3 de mayo de 2007

LA GUADAÑA A MEDIANOCHE

No mires la clepsidra con alas membranosas,ni la dura guadaña de las alegorías.
Federico García Lorca, Oda a Salvador Dalí.


Creo que la gente no debería pasar de los treinta y pico o cuarenta años. Pero no es que lo diga yo; hasta los Evangelios confirman que es esa la edad idónea para morir un hombre. Así las cosas, hace tiempo que yo debía haber agotado el agua de mi clepsidra.

Me casé justo al terminar la mili. Tuve tres hijos casi seguidos y me pasé la vida trabajando y echando horas extras para sacarles adelante. A los cuarenta años aquel corazón no podía más y quiso parar de golpe. Fue un dolor intenso. No me acuerdo bien ya, afortunadamente. Han cambiado los tiempos y a uno le mantienen vivo de forma artificial. Yo debí morirme aquel 12 de junio de 1977. Pero estoy vivo, o eso dicen.

Era mecánico de coches; pocas cosas había leído yo en mi vida. Ni siquiera los resultados de los partidos en la Hoja del Lunes; había mucho trabajo y necesidad de dineros o eso era lo que pensábamos. Recuerdo poco de esos años y creo que es por las marranerías que me meten en el cuerpo. Cuando me dio el infarto, las interminables horas en el clínico me hicieron aficionar a la lectura. Leía cualquier cosa que me llevaran. Descubrí a los poetas andaluces y la filosofía oriental, narradores de más allá del mar y versificadores de acería.

Me operaron tres veces. Pensé que no saldría vivo del clínico y de alguna manera, mi predicción se hizo realidad. Sé que mi cabeza no estaba muy bien en esos días, de modo que no sé lo que dije. Algunas barbaridades, imagino. Finalmente, se me clavó en el pecho la noche del 19 de agosto de 1936. Yo nací unos días después de esa fecha. Todo cuadraba.

Tal vez sea mucha más de la que pensamos la gente que cree en la reencarnación. Pero a ninguno, que yo sepa, le trataron como a mí. Fui apartado de mi familia, de lo que había sido hasta entonces mi vida, o sea, el trabajo del taller; me encerraron en un recinto extraño con una gente que no cesaba de dar gritos y babear como posesos. Sufrí mucho. Llegué a la conclusión de que me había vuelto loco.

Al cabo de los años, en vista de que mi encarcelamiento iba para largo, me puse a estudiar Filología Hispánica; costó mucho, algunos médicos eran hostilmente contrarios. Costó que me dejaran estudiar y me costó aprender cosas. A veces el sueño que me producían las pastillas me impedían asimilar lo que leía. Pero iba tirando, han sido años en los que dejé de ser mecánico de coches para hacerme poco a poco aprendiz de filólogo.

No lo he dicho, sé que no lo he dicho. Pero podéis imaginarlo fácilmente. Mis hijos se cansaron de venir a verme; hace poco me dijeron que ella tenía un amigo en Víznar. ¡Hay que joderse! ¡en Víznar! ¡Precisamente en Víznar!
Ellos se reían cuando les decía que yo era Federico. Parecían idiotas, si yo hubiera trabajado con los coches como ellos lo hacen con las personas, ninguno de mis clientes habría sobrevivido.

Lo he dicho antes, no es motivo. Que uno crea en la reencarnación no es motivo para que le encierren en un manicomio. Ahora vivo en un adosado. Nos dijeron que como estábamos bien ya, podíamos irnos, pero que teníamos que vivir juntos. Yo qué sé. Me sonó todo muy falso. Si estoy bien, me pregunto a santo de qué tanta medicina.

Ya les dije hace tiempo que había dejado de creer en la reencarnación. Yo no les creo ni ellos a mí. Revisan mis papeles, creen que no me doy cuenta de que me registran. Les tiendo trampas y caen como criaturas de pecho. Son criaturas de pecho, sobre todo, Samirinha, la brasileña, y ¡vaya pechos! por cierto. Son buena gente, pero vienen aquí a ganarse el sueldo a costa de cuatro tarados como nosotros. No se les puede pedir demasiado.

Yo no soy como estos, pero les cuesta reconocerlo. Si a uno le tratan como tarado, tarado acaba siendo. No creo en la reencarnación; antes sí y les daba risa que les hablara de los libros de Lorca como si fueran míos. Me costó entenderlo. Me costó muchos años.

Pero ahora estoy tranquilo. No soy la prolongación equivocada de un espíritu. Ahora sé que mi nombre no es Federico, pero también sé que ese hecho es irrelevante. Tampoco Lorca pudo llevar mi nombre. Pero yo soy uno de estos. Soy uno de tantos Lorcas que han nacido en el mundo y seguirán naciendo. Nací en Granada, pero eso carece casi de importancia, pese a ser una de las mejores cosas que pueden hacerse sin esfuerzo. No obstante, tal vez nací en un momento equivocado, en una familia errónea y con una visión deformada de la Vega, que es tanto como decir de la existencia.

Tampoco se puede decir que Federico tuviera tanta suerte. Es una faena malsana que te arranquen la vida de cuajo en la noche del barranco de Víznar, que se te quede dormido todo el mundo en Víznar, junto a tus pies helados en la mitad insomne de la nada tibia que precede a los exámenes. Pero de algún modo hay que morir y es una suerte morir joven, no como yo, cansado.

Yo soy un Lorca sin fama, sin amigos, sin familia que llore mi ausencia, y mucho menos mi muerte; hace tiempo que un juez les permitió cobrar la herencia. Sin amor, sin barrancos que me inmortalicen. ¿De qué me va a servir cumplir sesenta y siete agostos este año? Por eso es mejor morir joven, cuando aún se tienen ganas de vivir, que hacerlo esta noche, cuando unos carceleros como los que me encontrarán hoy de madrugada, te hayan quitado la ilusión de seguir viviendo y la sensación de pánico al vacío que está a punto de abrirse ante tus ojos.

O, tal vez, esto no sea más que otra deformación amenazante, propia de mi estado.


Axios © Axel de la Hoz