miércoles, 12 de diciembre de 2007

CANCIÓN DE JULIA

Tu no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable.
Palabras para Julia, José Agustín Goytisolo


Salió arrastrando las ruedas de su maleta hasta la puerta. No había nadie. Sólo el taxi la esperaba. El director del centro había filtrado a la prensa que Julia saldría al día siguiente. Eran las frías cinco de la tarde. Se detuvo un momento y respiró hondo. Sintió el impulso de echar una mirada atrás y recordó a la mujer de Lot convertida en estatua de sal. No mirar atrás. Avanzó con decisión hacia el taxi, del que ya estaba bajando el conductor.

Todos sus movimientos, pensamientos y palabras habían sido mecánicos hasta que se encontró llegando a Ciudad Real. Atrás —y al frente— quedaban 10 años de infierno matrimonial, prolongados por dos años de psicólogos, tribunales, procuradores y abogados en turno de oficio, una condena recurrida, un recurso perdido y un centro penitenciario. Seguía resistiéndose a volver la vista atrás. Era difícil controlar los sentimientos entrando en la ciudad.

Quería irse, pero estaba regresando. La acusación particular había usado con habilidad unas cartas que ella envió a su concuñada. Le contaba la situación con su característica visión catastrofista y unas frases desmedidas que la culpabilizaban a la vista de los hechos posteriores.

Pagó el taxi en una bocacalle de la escandinava Plaza del Ayuntamiento. Allí vivía Marisa, muy cerca de donde Julia había sobrevivido. Logró vivir a costa de la muerte del marido y de un ataque de nervios. Su escaso mobiliario y el resto de sus cosas se amontonaban en la nave del novio de Marisa, en la carretera a Manzanares. Era la única amiga que le quedaba a Julia. Una relación no muy estrecha, pero suficiente. Tomaron café. No había nadie más en la casa. Una suerte. Marisa le enseñó a Julia la única foto suya que había salido en prensa. Estaba horrible, con unos pelos alborotados por el viento y unas ojeras de insomnio que la hacían parecer una bruja.

—Cosas de mi suegra —sonrió apenas—. Mejor así. No habrá quien me conozca…


Le contó sus planes por encima. Avisaron a un taxi. Acabaron una segunda taza de café, que se había quedado frío. Quedaron en que Antonio, el novio de Marisa, le mandaría sus cosas en una mudanza cuando les diera su dirección. Se despidieron. Otro taxi esperándola en la misma bocacalle. A la estación. A dejar un rato la maleta. Comprar un móvil para abandonar su existencia troglodita y un libro para no pensar durante el viaje. Y pillar el primer AVE a Madrid. El programa de visitas era corto. La Virgen del Prado no recibió una oración agradecida. Así estaba previsto.


Llegó a Atocha. Era tarde. Cogió el metro y se bajó en Gran Vía, cinco estaciones más allá. Buscó un hostal con la maleta tras ella como un perrito. Buscó poco, pero parecía haber tenido suerte. No estaba mal el sitio. Prefería la independencia del hostal a una pensión en la que habría más convivencia de la que deseaba. No se podía cerrar al mundo, pero tenía que hacer las cosas poco a poco.

Bajó a la calle y engulló una hamburguesa repugnante en el burguer de la esquina de Gran Vía. Se prometió que nunca más y regresó a su habitación. No se podía quejar. Su caso había suscitado simpatía en numerosas instancias. Solidaridad en algunas de ellas. Aunque así no hubiera sido, tampoco se podría quejar. Hacía poco que había aprendido a no quejarse nunca. No le faltaban ofertas de trabajo. Ahora había que dormir bien para empezar el día con energía. Todo estaba por hacer.

La semana transcurrió entre la inseguridad y los nervios de las entrevistas y la búsqueda de un apartamento. Había momentos en los que se sentía derrumbar. Sin embargo, había que seguir para adelante. Según pasaban los días, veía que tenía posibilidades, pero las dudas sobre la opción laboral a elegir la agobiaban. No le habían puesto pegas en ningún sitio, o eso le parecía. Demasiadas facilidades. No había un pensamiento que le produjera más repulsa que el de “pobre mujer”. Era consciente de que le estaban regalando un puesto de trabajo y eso le hacía sentirse incómoda. Se dijo que no podía permitirse ese lujo. Habría que demostrar que valía para ello, pero siempre la mirarían de un modo raro. No le importaba. Tampoco eso. No podía importarle.

Encontró un apartamento que no estaba mal en la zona alta de Princesa. Algo viejo. Bien de precio. Los problemas para presentar una nómina antes de hacer el contrato la exasperaron, pero consiguió convencer a los caseros, unos chicos jóvenes, a base de paciencia. Al fin vio sus muebles y sus cajas en el piso. La cama estaba atravesada en medio del dormitorio. No tuvo ganas de alinearla con las paredes. Se dejó caer. La invadía una felicidad desconocida y familiar a un tiempo. Pensó en lo contradictorio de la injusticia del indulto para arreglar lo injusto de su condena. Habían sido 10 años de malos tratos y un acto de defensa. Podía estar muerta. Pero se sentía cada día más viva. Se tapó con el edredón sobre el colchón. Ya ordenaría todo. En cuanto dejó de recordar, la venció el sueño. La mujer que había dejado de ser seguía recordando su propio pasado. Pero ella no debía hacerlo.

Pasó un día entero ordenando cosas, sin pensar en nada. El piso estaba casi perfecto, todo en orden. Había llegado el momento de recapitular. Estaba decidida. Desechó la oferta del gabinete jurídico; demasiados atropellos y demasiada impotencia ante ellos. Desechó también las ofertas de varias ONG’s; su trabajo sería demasiado de oficina. Quería tener contacto con la gente. Lo del ayuntamiento estaba algo mejor, más en su línea, pero al final se había decidido por algo más motivador: las casas de acogida de la Comunidad. También tenía su lado burocrático, pero no le iba a faltar el contacto real con otras mujeres desorientadas y asustadas como ella lo había estado. Había conocido a algunas posibles compañeras de trabajo. El ambiente le pareció fenomenal, un gran equipo. Luego habría sus más y sus menos, pero le gustó. Y, sobre todo, pensó que la mejor manera de desasirse del pasado era diluyéndolo en un mar de casos semejantes, en una problemática que dejaría de ser suya para adquirir el carácter de lo que realmente era; una lacra social inconcebible en el amanecer el siglo XXI.

Habían pasado los días de un modo anodino, con poca actividad y algo de cine. Era su primer día de trabajo. Se levantó a las cinco y media. No podía dormir más. La excitación había hecho presa en su sueño y se había desvelado antes de tiempo. Todo en orden en la casa. Olía a felicidad moderada. Desayunó sin prisa tras una ducha en la que había dejado correr el agua más de lo necesario. Salió a la calle y la mañana besó su cara con un aire fresco y renovado. Sonrió al día que aún dormía la madrugada. La mujer nueva que era ahora se lanzaba a la aventura de fabricar nuevos recuerdos.

Axios © Axel de la Hoz