lunes, 19 de noviembre de 2007

SUELDO Y LIBERTAD

(A Noam Chomsky, desde Mario Benedetti)




Aquella esperanza que cabía en un dedal.

Mientras yo miraba al mundo. Mientras la gente caminaba con prisa por Corrientes, pensando que iban a alguna parte.

(Mi angustia surgía cuando se me pasaba por la cabeza la idea de formar parte de ese mundo de afanes imperfectos. Pero ahí no, desde lo alto del colectivo veía como ellos pasaban allá abajo; quedaban atrás y yo pasaba, con mi esperanza diminuta).

Aquel ir y venir del sueño.

Ajetreo que me mantenía despierto hasta cansarme y hacerme caer rendido en una cama que yo llamaba nuestra y ella llamaba suya. Su sentido de la realidad siempre fue más acertado. Tal vez, solo hasta aquel día. O sería entonces cuando estuvo atinada de veras. Aquel día viernes del dolor intenso: el suyo, el que ella me pasó tras años de silencio. Y así quedé, yendo, viniendo, yendo y volviendo a venir del sueño. Con una ropa cada día más vieja, incapaz ya de cubrir las vergüenzas, las angustias, la desnudez del alma. Con esta cara petrificada de tahúr que no va a ninguna parte.

Aquel horóscopo de un larguísimo viaje.

Ella creía en esas cosas. Pero se cansó de esperar el despegue de aquel vuelo infinitamente demorado. Nos dicen lo mismo a todos, que aguardemos, que ya verás, dale, hay que luchar, tomá un poco de opio. Y si no te abombás por las buenas, recién te dan el opio...

En fin, todo sea para seguir en tierra, anclado al afán diario y con la esperanza atada con un piolín, colgando del escritorio, como ahorcada. Se necesita un horóscopo, alguna mentira piadosa, quién sabe si algún día dará la casualidad de que suceda algo. Se necesita algo maravilloso, una película al final de la oscura y larga sala, una salida en el túnel, una fiesta, un largo viaje, algo en lo que confiar sin esperanza.

Aquella confianza desde no sé cuando.

Maldita confianza. Lo dije porque sí. Sonaba bien. Recién lo dije, pensé que no debía. Pero no sé si..., sí que lo sé. Yo quería que las cosas fueran de ese modo. Y traté de confiar, confié como un ciego. Como un loco. Porque en ese momento –cuando empezás a confiar, piantao perdido- es cuando nos quedamos indefensos, inermes frente al mundo, con las armas entregadas al amistoso confidente, sin material de oficina que podamos llamar nuestro. Todo pasa a ser del patrón al que mantenemos en la cumbre para que, desde lo alto, nos arroje las migas que sobraron.

Aquel juramento hasta no sé dónde.

Porque se sabe o se cree que se jura para siempre, que el mundo recién se nos cristalizó en una heladera. Pero nunca se puede saber hasta dónde.

A veces alguien decide por vos hasta qué punto del mapa del universo se extendía el juramento aquel que hiciste o que te hicieron. Aquello suele quedar tan lejos que ni recordás cómo llegaste allá. No hubo camino para vos. Vos que sos yo y que sabés, sin duda —porque sé— que no hay mundo más allá de mis pasos fatigados sin objeto.

Ese alguien que yo hubiera podido ser

Ese alguien que tu vieja estaba empeñada en que fueses algún día. Ese alguien que no soy ni seré nunca. Porque sé —¡qué bien lo sabés!— que no sos nadie.

con otro ritmo y alguna lotería.

Para decirlo de una vez por todas, sin conciencia, sin escrúpulo, con un ritmo que me dejara hablar de imponderables cada vez que me encontrara pisoteando a algún desgraciado como yo —no el que sería, sino el que soy—, con un ritmo que me permitiera hablar de daños colaterales sin que ello me impidiese morfar con gusto. Y alguna lotería, porque hacen falta también golpes de suerte; el ritmo importa pero es necesario tomar impulso en el primer envite. Siempre hace falta un punto de apoyo para mover el mundo.

En fin, para decirlo de una vez por todas,

La vida es un todo y si te vas a entristecer pensando que no tuviste suerte en la oficina, si te empezás a lamentar por pavadas, acabarás viendo como tu mujer se termina abanicando, te quedás solo y empezás a monologar con vos mismo, como ahora estoy haciendo. Para decirlo de una vez por todas.

aquella esperanza que cabía en un dedal,

Se me está ahogando entre estas paredes malolientes, impregnadas cada día con distintos perfumes: de pino y alerce, de rosas con espinas y de lima-limón (hasta que don Simón dijo que eso de mezclar especies era práctica prohibida por la Sagrada Biblia). Perfumes que se van acumulando, haciendo un amasijo con la mugre de la semana pasada, con la roña del mes anterior, y que se me incrustan en el alma, en este merengue de mi vida.

evidentemente, no cabe en este sobre

Porque en este sobre se me termina de ahogar toda esperanza. Cierto. Cuando pienso que tengo que empezar un nuevo mes. Cuando veo su exiguo contenido. Cuando recuerdo lo que tendría que darle a ella para engañarla haciéndole pensar que era feliz. Cuando mis habilidades de contable me gritan como un escupitajo delator que con esto no tengo para salir del agujero. Cuando miro dentro y me encuentro.

con sucios papeles de tantas manos sucias

Con mi vida de un golpe, como si fuera el último latido de mi pecho. Como cuando miro los números premiados en el periódico del café. Me parece que lo tengo y luego nada. Cuando miro al muro y distingo las formas de las lamentaciones.

que me pagan, es lógico, en cada veintinueve,

Y me recuerdan ese frío treinta de julio en que ella se cansó de mi fatiga. Ese día en que también ella comenzó a gritar ¡Gangrena! sin sentido y yo me esforcé en recordar. Había leído algo en alguna parte. Todo el mundo terminaba gritando gangrena en algún sitio. Parecía ser una oficina. No hubo modo. Nunca pude acordarme pero yo lo había leído. Ella desapareció con el mes. La llamé a casa pero no estaba. Y parte de mí se murió en esta oficina. Cuando regresé a casa sabía que se habría llevado sus cosas. Casi acierto. Pero no. Allá estaba el piano, testigo mudo de lo desafinado de mis pasos.

por tener los libros rubricados al día

Por eso y por más cosas. Por no tener kinotos. Aunque sepa que nadie puede oírme. Aunque sepa que nadie puede leer, que no hay nadie mirando al otro lado. Que ya estoy solo para siempre. Por eso y por más cosas que no nombro.

y dejar que, simplemente, transcurra la vida.

Por temor.



Axios© Axel de la Hoz

NO, FUE, UN ACCIDENTE

—Le puede pasar a cualquiera.
—Sí, pero siempre te pasa a ti. SIEMPRE.
—¡Eso es un absoluto!— protestó Carmen— Ha sido un accidente. ¿Entiendes? Un accidente, algo que, por definición, no es normal que pase, algo que sucede de higos a brevas.
—Pero es que no paras de tener accidentes, acuérdate: te echaste el puré hirviendo en la mano cuando trasteabas con la batidora, se te vino encima la estantería del trastero, le hiciste un bollo al coche nuevo desde el faro a la luz de marcha atrás, se te cayó encima ¡encima! la escalera cuando buscabas las mantas en el altillo del armario, y para colmo nosotros solo usamos el edredón...
—Eran para mi madre...
—¡Si hasta te quemaste con el microondas, que ya hay que tener valor!
—Perdona pero eso es lo más normal del mundo. Así dicho no lo parece, pero el agua estaba hirviendo y con lo que me quemé fue con el vapor, no con el microondas.
—Claro y cuando casi te electrocutas con el secador de pelo, qué?
—Eso le puede pasar a cualquiera, el cable estaba pelado y en un cuarto de baño...
—A cualquiera— la interrumpió— que tenga el cable del secador pelado. Solo a ti se te ocurre...
—Si lo hubieras arreglado, no habría pasado.
—Si tú lo hubieras dicho, lo habría arreglado: comprando uno nuevo que es lo hice porque no se puede cambiar el cable, los han hecho de modo que queden inservibles cuando caen en manos de una manazas como tú.
—¡Cualquiera se atreve a decírtelo! Si te digo que se me ha chamuscado el cable del secador con la estufa de butano, me hubieras puesto a caldo. Me acabas de llamar manazas!
—¿De modo que fue eso? Por fin nos enteramos de porqué estaba el cable pelado. Y se puede saber qué diablos hacías secándote el pelo encima de la estufa de butano?
—Pues eso, secarme el pelo y tener frío. Como no me dejas que ponga el calentador eléctrico en el cuarto de baño, me llevé la estufa.
—No te dejo porque sé que entonces te pondrías a chapotear en la bañera hasta conseguir electrocutarte de verdad. Así por lo menos solo provocaste un cortocircuito y te cargaste el ordenador.
—O sea, que piensas que lo hago adrede.
—No. Creo que es algo innato: esa extraña habilidad que tienes para atraer la mala suerte.
—La única mala suerte que he tenido ha sido dar contigo.
—Claro por eso te quedaste embarazada “accidentalemente”— dijo, pronunciando el adverbio con saña, arrastrando las sílabas— para que nos tuviéramos que casar, no? Y perdiste al niño también por accidente, verdad?

Ahí terminó la discusión. Dos lágrimas acudieron a los ojos de Carmen que miraba a Carlos con incredulidad mientras se esforzaba en que ninguna de esas lágrimas salieran rodando por sus mejillas. Él también se había quedado callado, en el fondo pensaba que se había pasado, que había sido innecesariamente cruel. Ella dio media vuelta y se alejó por el pasillo camino de un cuarto de baño que se había convertido últimamente en su lugar de meditación. Se miró en el espejo con la cara desencajada por la angustia y se gustó menos que nunca.

—Vamos progresando— se dijo—. Adecuadamente.

Los últimos meses, desde que tuvo el aborto, se habían convertido en un infierno. Su depresión no solo no parecía mejorar sino que había perdido la esperanza de que Carlos la volviera a acompañar.

—A algunas sesiones, por lo menos— le había dicho su psicólogo—. Es importante porque creo que tu deterioro personal también ha deteriorado la relación con tu pareja y no podemos tratar únicamente a una de las partes. Bueno, claro que podemos, pero nos costará más y tal vez los resultados sean un poco distintos, pero tú estarás bien en todo caso.

—No hay más que ver lo bien que estoy— pensó mientras se volvía a mirar en el espejo—, me veo envejecida, como si en el último año hubieran pasado cinco de golpe, como si el tiempo se hubiera vuelto loco y fuera más rápido de lo que soy capaz de correr. Y encima estoy pensando literariamente, como si estuviera escribiendo el drama de mi vida. Vaya mierda!

Carlos la acompañó finalmente un par de veces. Sin embargo, había estado a la defensiva, ironizando con frecuencia y eludiendo las preguntas de Enrique. De hecho, parece que el propio Enrique había perdido interés en contar con Carlos.

—Hoy tampoco ha podido venir Carlos, no?
—No, tenía un montón de exámenes para corregir.
—Y tú como llevas los tuyos?
—Bueno, los míos por lo visto son más fáciles de corregir. Los de letras tienen más posibilidades de meter rollo y no hay que leerlos con tanta atención.
—Bueno, tampoco parece que vayamos a conseguir mucho más si viene.
—¿Pasa algo?— preguntó ella alarmada.
—No, no te preocupes.

Los días continuaron destilando el veneno de esas discusiones que, en opinión de su madre, carecían de importancia.

—Todo el mundo discute, es normal que los matrimonios discutan, lo importante es que no dejéis de quereros. Cuando acabe el curso os deberíais marchar de vacaciones, ya veréis como estáis más relajados y quién sabe, a lo mejor para el curso que viene, tienen que ponerles una sustituta a tus alumnos.
—Mamá, ya vale...
—Hija, tampoco pongas esa cara, que es normal que una quiera ser abuela. Una vez ha salido mal, pero esas cosas pasan. Mi madre, ya sabes cuántos tuvo...
—Sí, ya lo sé, no necesito que me lo recuerdes, me gustaría no pasar por ello.
—Ahora es distinto, la medicina hace milagros. Ya ves, Charito no podía, no se sabe si por ella o por el marido, pues tan feliz con sus gemelos. Eso sí, la pasta que les ha debido costar lo sabrán ellos...
—Mamá, ya vale...

Se pasaba dando mil vueltas a escenas pasadas, conversaciones recientes y planes venideros. Las clases eran así un alivio y sus incidencias diarias le resultaban sin punto de comparación más soportables que el resto de su vida; en realidad sería más exacto decir que le resultaban soportables, sin más.

Aquel último día —ni ella supo nunca por qué— mandó a Carlos a buscar unos apuntes al trastero.

—Deben estar arriba del todo y no creo que yo alcance...

En realidad no los necesitaba para nada. Quería estar sola una rato. El tiempo suficiente para salir a la terraza y mirar al infinito, tan cercano. El tiempo necesario para dejar volar su imaginación un rato. Y sus pies. Y el resto de su cuerpo detrás de ellos.

—Él... Fue él... Me empujó...— recordó haber dicho antes de volver a perder el conocimiento.

El toldo de la tienda de ropa de bebé que había justo debajo había amortiguado la caída. Esa misma mañana ella le había puesto una denuncia por maltrato.

—Tenía que pasar tarde o temprano...
—Por qué le puso usted precisamente la denuncia el mismo día del accidente?
—Protesto, señoría!
—Se admite la protesta. El jurado no deberá tener en cuenta el matiz que ha empleado el abogado de la defensa. No hay, que sepamos, ninguna relación de causa-efecto material o psicológica. No obstante, la declarante puede contestar a la pregunta que creo recordar que era... que por qué le puso usted la denuncia el día del accidente.
—Algún día tenía que hacerlo. Tal vez no la hubiera puesto nunca si lo dejo para el día siguiente. La puse porque tenía miedo. Supongo que no la puse antes por lo mismo, porque tenía miedo. Y, no, fue, un accidente.— concluyó, remarcando los monosílabos.


Axios© Axel de la Hoz