sábado, 22 de marzo de 2008

“SINNOMBRE”

-cuento infantil dedicado-


A ti, ya sabes.

Había una vez un pueblo que descendía hasta el mar desde lo alto de un monte. En él, un castillo vigilaba la llegada de posibles enemigos desde el mar. En el pueblo había un perro sin amo. Recorría las calles recogiendo obsequios de aquí y allí y esquivando los palos que de allá o acá podían llegarle. Frecuentaba la playa en los días soleados de invierno. Caminaba entre las barcas de los pescadores, colocadas boca abajo, y se alejaba hacia las zonas solitarias de la extensa lengua de arena que abrazaba el mar.
Nadie sabía qué movía al perro Sinnombre a esas exploraciones costeras que siempre realizaba en los días adecuados. Sabemos, sin embargo, o estamos a punto de saber, lo que sucedió la última vez que tuvo tal comportamiento.
Cuando se encontraba lejos del pueblo, tan lejos que la montaña que le servía de base no era más que un montón de azul sobre la arena, allá en el horizonte, Sinnombre se acercó a una botella vieja. El oleaje de la pleamar la empujaba una y otra vez fuera del agua. La botella era negra, sin marca alguna en su superficie. Estaba tapada con un corcho precintado. Sinnombre agarró la botella con la delicadeza de quien conoce la fragilidad del vidrio y se alejó internándose en el pinar cercano. Se echó a la sombra dejando la botella en el suelo junto a él y se refrescó jadeando mientras contemplaba con aparente desinterés su entorno. Cuando se encontró descansado, alargó una pata a la botella e intentó abrirla con los dientes. Rompió a mordiscos el precinto y, tras dura y tenaz lucha, el corcho cedió y la botella quedó abierta.
De su interior surgió un genio que llevaba siglos encerrado y estaba muy enfadado. Había jurado dar muerte al que le sacara de su encierro, a falta de poder matar al que le encerró y arrojó al mar; eso sí, le compensaría previamente con la concesión de un único deseo.
Al ver al perro, el genio se quedó mudo. Estudió la posibilidad de que ese animal pudiera formular un deseo que él pudiera comprender, requisito indispensable para concedérselo. Sinnombre miraba asustado al genio desde la distancia a la que el primer sobresalto de verle salir le había hecho retirarse. Entonces el genio puso una sonrisa malévola dejando ver entre sus labios un brillante diente de oro. Había decidido conceder el don de hablar al perro. Así podría conocer su deseo, concedérselo y matarle después.
Le explicó al perro la situación y aguardó su respuesta ansiosamente.
Flaco favor me haces— dijo Sinnombre—, yo no necesitaba la voz para hacerme comprender por los que yo quería que me entendieran.
No pretendo hacerte un favor con darte la palabra— contestó el genio— sino satisfacer mis ansias de venganza.
—Y ¿te vas a vengar en mí que te he dado la libertad?¿Es ese tu concepto de justicia?
—Sí, porque si lo hubieras sabido, jamás me habrías dejado salir. Es más, si pudieras, volverías a encerrarme como hizo aquél maldito. Cualquiera de tus dos potenciales crímenes te condena, como puedes comprender.
Tras pensar un rato en silencio, Sinnombre pidió al genio que le permitiera tener aspecto humano y que no le matase hasta el día siguiente. Deseaba recorrer su pueblo vestido como un hombre y hablando con las personas que le habían tratado bien.
—Tú lo que quieres es perderme de vista y huir.
—No, podrás acompañarme dentro de la botella. Sin precinto, podrás salir en cualquier momento y evitar que escape a tu venganza. Podemos incluso poner una muesca lateral en el tapón para que veas lo que sucede Pero dame algún tiempo para materializar mi deseo de hablar con mis benefactores.
—No serán más de diez horas. No necesitas un día completo. Pero te lo concederé, porque prefiero matar a algo que parezca un hombre y no un vulgar chucho callejero— respondió el malhumorado genio.
Convertido en hombre de ojos tristes y mirada de perro, con la botella bajo el brazo y el genio dentro de ella, Sinnombre caminó hacia el pueblo por la playa. Cuando estaba llegando, se desvió hacia el interior, hasta una carretera que salía del pueblo y en la que había una vidriería. En la puerta, un letrero decía «SE BUSCA AYUDANTE». Entró en ella y saludó al vidriero. El artesano estaba trabajando con una bola de vidrio que cuando empezaba a solidificarse volvía meter en el horno. El perro introdujo la boca de la botella en la bola de cristal fundido sin mediar palabra. Se oyó un grito apagado.
— Pero bueno... ¿Y qué ha sido ese ruido?— preguntó el vidriero, que no daba crédito a sus ojos y deseaba estrangular a aquel saboteador de su trabajo.
—Posiblemente haya sido el corcho al quemarse, estaba húmedo...
Y explicó al vidriero que la botella contenía un veneno muy fuerte capaz de matar a un hombre sólo con abrirla (lo que en realidad no era mentira) y que no deseaba que éste hiciera mal a nadie. Por eso había querido dejarla definitivamente tapada, de modo que nadie pudiera envenenarse accidentalmente. Le compensaría del estropicio trabajando gratis ese día para él y, si era de su agrado, se quedaría a sueldo para ayudarle.
El vidriero se calmó con la explicación del perro humano, que hablaba de un modo sincero y parecía mejor persona que alguna gente del pueblo. Le inspiraba confianza, como si le conociera de antes, y aceptó la oferta.
Así se libró el astuto perro del mal genio y se puso a trabajar con el vidriero. Se alojó en una casa abandonada que conocía bien de la anterior etapa de su vida. Dijo a todos llamarse Antón Cano y proceder de un lejanísimo pueblo llamado Las Zorreras. Continuó siendo apreciado en el pueblo y conservó, como nuevos, los amigos que antes había tenido.


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